
Todos sus sentidos se han convertido en nervios, todos sus
sentimientos en una enfermedad, y los días eternos en su memoria, consumen cada
palabra, cada pensamiento, cada causa a seguir. Ahora mientras viaja, vive
dormido en un mismo túnel, convertido en la marea que lleva cada situación al
extremo; sus ventanas ahora cerradas y la muerte en asecho, invitándolo al
abismo, sus brazos abiertos seducen al marino de la ciudad a los retornar a la
oscuridad. Edgar, ha caído en el mismo agujero de conejo, donde el tiempo no se
consume, y todas las ilusiones son parecidas a las pesadillas en medio de una
noche larga. Ahora son imperfectos los síntomas de su enfermedad, y sigue en
búsqueda de la cura, avanzando siempre con cuidado, pero desprevenido, con su
mirada tímida hacia el pasado, impositivos recuerdos, y el optimismo es la
burla del mismo laberinto que lleva hacia el paraje más lejano: su presente. El
idilio del porvenir, al estilo de Kundera, desde el ámbito más humano, lo
llevan siempre al encuentro con las cuestiones fundamentales, impuestas desde
el instante mismo cuando se le pregunta al niño: ¿Qué te gustaría ser cuando
seas grande?
El amor y el sexo no están separados en su exilio hacia la
felicidad, y todo fluye en el rio de sus emociones, que sin ellas toda su
sangre converge únicamente a divagar sin rumbo fijo; ha estado pensativo,
dubitativo, negativo, algo distraído, y con ganas de encontrarse con la fiel
amiga de los tiempos difíciles: la muerte. La locura de su corazón lo lleva por
los caminos menos transitados, las autopistas recónditas de su malestar. La
ciudad, con todas sus luces, la época
con todas sus luces, los sucesos con toda su oscuridad y el amor con todas sus
tinieblas, lo colocan entre los muros de su voz, de su romanticismo, de su
desfase con el tiempo, y con la vida.
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